jueves, 31 de diciembre de 2009

Ensayo sobre la ciudad: Inquilinos



(por Pri, una colega de Pucho, futura blogger también)
Es difícil pensar que alguno de los que estaban allí, en primer plano, no estuviesen felices. Al menos ese día, esa tarde o mañana, en que la cámara hizo click. Porqué, me preguntaba yo al ver por primera vez la foto, estarían sonriendo al cruzar una avenida (la Nueve de Julio) atestada siempre de autos, en una evidentemente fría jornada, y con toda la masa de argentinos y turistas que suele frecuentar por esos cientos de metros. Mi primer pensamiento: contentos de pertenecer a la masa de afortunados citadinos que transita por el centro sin preocupaciones monetarias, ni realmente culturales, más allá de obtener la experiencia y algún que otro registro turístico tangible (souvenir, pin de la bandera argentina, etc.) o virtual (foto digital, tangible solo de ser impresa) de su paso por la avenida más ancha del mundo. Opinión de apocalíptico, sentencié luego. Sin duda, alguna reminiscencia del hombre-masa que componía la muchedumbre que hacía colas en todos lados y dejaba sin sitio al pobre aterrado Ortega y Gasset -y compañía, ya que no fue el único, ni lo será, sin duda.
Pero, me planteo para pasar al segundo pensamiento que suscita la imagen, ¿Y si esa felicidad también está en algún porteño? Tal vez cruzaba sonriendo, por esa esquina y por otras, alguien de Núñez, Mataderos, Puerto Madero, Devoto o de la Provincia. Y pasaban felices igual, porque por voluntad propia ese día decidieron ir a "meterse" a ese "loquero". Corrientes, Diagonal Norte, o Pellegrini. No importa, hoy caminar por el centro. Suspender el juicio, hoy nada me molesta, y si me molesta sigo, pues son las reglas: o caminás al ritmo o te atropello. Y no hay guardia urbana "del peatón" que te proteja. Eso imagino que se pasaría, consciente o inconscientemente por la cabeza de quien decide ir al corazón de la ciudad, simplemente para ser parte de -y sentirse feliz en- una multitud. Pero no se trata exactamente de ceder y suspender nuestras facultades intelectuales para suplantarlas por una gran y supraconciencia medio animal, medio humana, como diría Gustave Le Bon; ni tampoco un amor inconsciente a ser patológicamente integrado a una multitud desorganizada y pulsional que busca ser dirigida y dominada por... un líder carismático. Hasta aquí Freud y su pesimismo, producto, como bien afirma Blanca Muñoz, producto de la persecución del Nazismo.
Para mí, es más acertada una idea de De Certeau, aunque con ciertas reformas. Antes de esbozarla, debo explicar dos términos fundamentales de la misma: estrategia y táctica. La primera, explica el filósofo, es el cálculo de las relaciones de fuerzas que hace un sujeto de voluntad y poder susceptible de aislarse, identificarse. Ella define un lugar pasible de sustentarse como propio, base desde la cual administrar las relaciones con metas o amenazas externas. Ejemplos: una empresa x, y sus clientes y competidores, una ciudad y el campo a su alrededor. Una estrategia requiere poder y voluntad propios, que encuentren y se realicen en un "medio ambiente propio". En contraposición, llama táctica a una acción calculada que determina -y desnuda, agrego- la ausencia de un lugar propio. Por ello, aunque también delimita la exterioridad, no tiene nunca autonomía propia y debe actuar en un tereno impuesto y organizado por un extraño, alguien del exterior. En suma, por el/los otros. Así, concluye, la táctica es movimiento, causado por ese "no lugar". Se desprende, para mí, que esta movilidad es ventaja a veces y desventaja también, según la coyuntura y el otro a quien se deba enfrentar. Redondeando, De Certeau estipula que la táctica está condenada a vivir eternamente de las ocasiones, ser astuta, despierta, cazadora furtiva, vigilante, pero nunca hallará su base, su lugar de poder para asentar y acumular sus beneficios y aciertos, y, finalizo yo, ser algún día estrategia.
Volvamos a las caras felices de la foto: Si el peatón -más el turista- es el pobre sin poder de transitar por el centro como él quiere, sino adaptándose permanentemente, condenado a movimientos siempre cambiantes y coyunturales, ¿Por qué esa felicidad de la gente en primer plano?, ¿Y por qué la alegría de visitarlo, recorrerlo y darse cuenta de que estamos a gusto? Pero primero, la teoría de De Certeau: El orden imperante –estrategia, que en este caso determina la geografía de la urbe y sus formas de transitarla-, le da a los usuarios -más bien consumidores y ciudadanos, prefiero estas categorías canclineanas, pero respeto al hombre con quien debato aquí- apoyo para innumerables producciones cotidianas para moverse y hacer el transitar, según sus deseos e intereses; pero a la vez los ciega de esas creaciones, reduciéndolos a la mencionada táctica. ¿Pero qué está diciendo este hombre?, ¿Que yo no puedo recordar cómo caminar la calles “céntricas” -o una calle cualquiera- sin inventar una forma para ahorrar tiempo, o captando el tiempo y los movimientos necesarios para cruzar por acá o allá hacia tal lado? No, por favor, creo que la teoría es interesante, pero de ahí a determinar que somos -al menos la mayoría- incapaces de elaborar y repetir estrategias en la ciudad en que vivimos...
Cierto es que se puede postular que nunca un día en una metrópoli es idéntico a otro, y que nunca el auto que calculamos para ver si cruzamos o no en rojo será el mismo cada día; pero, como bien estipuló Alfred Crosby, desde 1250 el europeo empezó a percibir que no había tiempo que perder. ¿Por qué esa aceleración de la vida europea, y entonces la nuestra? Muchas razones encontró Crosby: los combustibles, el ascenso del comercio y el Estado moderno, el renacimiento del saber, la multiplicación de hasta por tres de la población occidental, surgimiento de nuevas ciudades, crecimiento de las antiguas... Y desde hace mucho, Kant ya había sentenciado con total corrección, que el tiempo y el espacio son categorías de la mente. Entonces, dado todo esto, -ah, no se olvide la presencia del reloj: desde el monasterio hasta su irrupción en las ciudades por el siglo XIII, hasta su enquistamiento a las muñecas y en los celulares-, ¿Es posible que visitando el centro con frecuencia -o sin ella- pero con una consciente intromisión en su espacio y tiempo, uno olvide cómo recorrerlo y se vea obligado y dirigido a "usar" la calle tal y como el que la construyó lo previó? No, sin duda estoy totalmente en desacuerdo con quien piense ésto.
Si, ya sé, tampoco es cuestión de hacer un culto del supersujeto todo consciente cartesiano o kantiano, ni celebrar la velocidad, la ciudad policrómica y su polifonía agitada y llena de multitud a lo Tomasso Marinetti; pero creo que ser inquilina del centro, por trabajo temporal, por viaje de placer o porque me levanté con ganas de pasear ahí, no requiere la renuncia indeclinable a mi individualidad y mi búsqueda personal de enriquecimiento cultural. Todo lo contrario. Tal vez ese "no lugar“no existe. Permítaseme explicar el doble “no” anterior: nunca hay no lugar en una ciudad actual: ella, y todos sus recovecos, son “él” lugar. “No lugar” es mas bien un estado de ánimo interior, una consecuencia de múltiples factores propios y externos -a la postre, internos- que pueden converger en un ser humano siempre, de vez en cuando o nunca que transite una cosmópolis.
Ese gusto, esa búsqueda del movimiento por el movimiento mismo, de ir al centro "por ir", a no hacer nada, a estar entre la gente, la multitud, es un sentimiento racional y pasional a la vez. Es una búsqueda que hicimos o haremos todos alguna vez. La hizo alguien de la sensibilidad de Baudelaire, quien creyó ver en un pintor amigo -y tal vez en algún momento en él mismo- que la multitud era su dominio, aunque conservara siempre la contemplación y exterioridad de un artista. Y déjenme decir que la idea de algunas líneas arriba, del inquilinato que se puede establecer desde la posición de sujeto táctico, es también de De Certeau. Pero hete aquí la diferencia conmigo: ese inquilinato no es sumiso. Ya sea consciente o inconsciente -ya no me interesa eso- es activo, creador, memorioso, enriquecedor, contemplativo también. Porque creo que el citadino de las últimas décadas, y tal vez de las que vendrán, tiene la capacidad de disfrazarse con máscara, careta y/o traje, y participar con éxito de los juegos de roles que propone la vida en una ciudad -de cemento o cibernética, pero ésa es otra discusión. Podemos entrar y salir de cada papel o rol cuando así lo requiera la situación, o incluso cuando lo deseemos, como creadores de la situación. Hay más de una forma de mostrar nuestro yo, que acaso aquí y en Londres -China es más gráfico, pero es trillado y me gusta mucho Londres-, sea yoés.
Saludos finales a Ervin Goffman y a George H. Mead.

" Cantaremos a las grandes multitudes agitadas por el trabajo, el placer o la rebeldía, a las resacas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas..."
Marinetti, F.T. :" Primer manifiesto futurista", publicado por Le Fígaro, el 20 de Febrero de 1909, punto once.